No se fijen en la nariz, en esa nariz aguileña, personalísima, de fisonomía rota. Suban arriba, a los ojos. Hay en la mirada de Adrien Brody (Nueva York, 1973) una expresión taciturna, melancólica, de alma torturada atravesada por fantasmas del pasado. Con solo 29 años, se convirtió en la persona más joven en ganar el Premio Oscar a Mejor Actor por su descomunal trabajo en ‘El pianista’ (Roman Polanski, 2002), aquella historia de un hombre perdido en el caos de la Segunda Guerra Mundial donde encarnaba el testimonio visceral de la resistencia del espíritu humano frente a la brutalidad, un puñetazo al estómago, una meditación sobre la fragilidad de la vida y la capacidad de la música, el arte y la memoria para salvarnos, incluso cuando todo lo demás parece haberse desvanecido.
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El logro, monumental e inesperado, lo catapultó de inmediato al olimpo de Hollywood y, en la cúspide de la fama, parecía destinado a ser una de las grandes figuras de su generación. Pero, de la misma forma que el brillo de su victoria parecía interminable, su silencio posterior en la industria fue igual de rotundo y durante los años que siguieron a ‘El Pianista’, Adrien Brody se adentró en un camino complejo, alejado de las luminarias de Sunset Boulevard. Su carrera, lejos de seguir la ruta tradicional de los actores que caen en el glamour y los proyectos taquilleros, tomó una senda más arriesgada, incómoda y a menudo, incomprendida. Los roles que le ofrecían eran en su mayoría marginales o de perfil bajo, y la industria lo percibió, erróneamente, como una figura de una sola película por su rol secundario en títulos como ‘El bosque’, ‘King Kong’, ‘Midnight in Paris’, ‘Viaje a Darjeeling’ o ‘El Gran Hotel Budapest’.
La imagen de un hombre sensible y atormentado que había llegado al pináculo de la actuación se tornó contra él en un sistema donde las etiquetas y las expectativas de Hollywood, con sus engranajes predecibles, hacían que no encajara en los moldes de una industria que prefería el brillo sobre la autenticidad y eso, paradójicamente, lo relegó al olvido.
23 años después, su rostro, tan vinculado a la desolación y la angustia de su personaje en ‘El Pianista’, vuelve a la palestra con ‘The Brutalist’, cinta dirigida por Brady Corbet donde Adrien Brody vuelve a abrazar (e incluso aceptar) la oscuridad de un personaje en la piel del arquitecto húngaro László Tóth. La película, desoladora, colosal e hipnótica, le ha regalado su segundo Oscar a Mejor Actor y se construye como un ejercicio físico y teórico sobre la violencia estructural (de todo tipo) que una clase social ejerce sobre otra y, en una enmienda al sueño americano y al capitalismo más salvaje con el arte como telón de fondo, regala a Adrien Brody, más maduro y desafiante, la culminación de una trayectoria que, como su personaje, se ha edificado sobre la resiliencia y las segundas oportunidades.
Todo sobre mi madre, Sylvia Plachy
«Creo que las dificultades que mi madre y mis abuelos soportaron, huyendo de Hungría durante la revolución de 1956 y finalmente emigrando a Estados Unidos, son muy similares a lo que experimenta László, dejando los horrores de la guerra atrás, empezando de nuevo, siendo diferente, sonando diferente«, comenta Adrien Brody a Fotogramas sobre la casualidad de que el viaje de su personaje en ‘The Brutalist’ trace una parábola prácticamente idéntica a la de su madre Sylvia Plachy, una fotógrafa húngara que se vio obligada a echar su vida en una maleta y empezar de cero junto a sus padres emigrando a Nueva York tras dejar atrás su Budapest natal. «De una forma muy íntima, su ejemplo me ha dado una gran perspectiva y me ha ayudado a comprender las circunstancias que atravesaron», reflexiona.
Conocido por su versatilidad y su habilidad para encarnar personajes profundamente torturados, Adrien Brody se enfrenta en ‘The Brutalist’ no solo a uno de los roles más exigentes y complejos de su carrera, sino que, en el retrato de un arquitecto de renombre cuyo brillo profesional se ve empañado por el trauma de la posguerra, siente la necesidad de honrar la memoria de su familia: «Tuve el privilegio de aprender el dialecto de mi abuelo y de acercarme a la realidad, muy específica, de un hombre de los años 50 con acento húngaro«, comenta. «Traté de buscar ese recuerdo y lo encontré a través de material de investigación.»
Esa pulsión reparadora se proyecta en la intensidad y la vulnerabilidad (de una profundidad desgarradora) que Adrien Brody imprime a su László Tóth, sumergiendo al espectador que acuda a ver los 215 minutos de ‘The Brutalist’ en los oscuros recovecos de la mente humana y en una atmósfera de desolación y tensión emocional a través de la historia de un hombre marcado por la obsesión, la culpa y la redención. «Para mí ha sido maravilloso poder acceder a ello y honrarlo«, explica el actor. «Es algo que me ha acercado a mi familia de muchas maneras, recordando historias sobre mis abuelos con mi madre.»
Y es en busca de ese legado familiar donde Adrien Brody da forma a un personaje memorable marcado por la ambición y la desilusión, que se mueve en una constante lucha interna entre lo que fue y lo que podría haber sido. El actor construye su presencia en la pantalla como un muro de silencio, donde su cuerpo, rígido y contenido, refleja las estructuras que caracterizan tanto la arquitectura brutalista que da nombre a la película como las propias limitaciones y miserias que un inmigrante desamparado y a merced de un sistema salvaje atraviesa en Estados Unidos. «Mi abuela, que afortunadamente hablaba cinco o seis idiomas, pudo ayudar a mi madre y a mi abuelo a superar la enorme cantidad de papeleo y trámites que ellos, completamente indefensos y sin saber hablar inglés, eran incapaces de enfrentar cuando emigraron«, explica Brody.
En la atmósfera gélida de ‘The Brutalist’, la lucha por encontrar significado en medio de la indiferencia y la dificultad de reconstruir algo que se ha roto irremediablemente asedian a un hombre que ha construido su vida sobre cimientos inquebrantables, resistentes (como sus edificios) a las embestidas del Danubio, pero que, al mismo tiempo, se está desmoronando desde dentro, reflejando las grietas y fisuras que se abren en el alma humana, y que recuerdan, irremediablemente, a la sinfonía desgarradora del pianista Wladyslaw Szpilman.
‘El pianista’, recuerdos del Vietnam
«No puedo ver ‘El pianista’ porque es muy difícil para mí revivir y recorrer de nuevo esa experiencia«, confiesa Adrien Brody al recordar la obra maestra de Roman Polanski en la que dio vida a un músico polaco atrapado en la Varsovia devastada de la Segunda Guerra Mundial, forzado a ocultarse en los rincones más oscuros de una ciudad donde las ruinas físicas y espirituales se fusionaban y la lucha por la existencia se convertía en un acto de resistencia silenciosa y solitaria. «Fue un viaje de seis meses de inmersión en los horrores de aquella época. Realmente, no puedo soportarlo«, comenta el actor.
Para conectar con el sentimiento de pérdida y desconsuelo que requería el personaje de Wladyslaw Szpilman, Adrien Brody aprendió a tocar el piano, vendió su apartamento y su coche, desconectó su teléfono, no vio la televisión y perdió 14 kilos con una dieta estricta de dos huevos cocidos y té verde para el desayuno durante seis semanas. «Hay mucho tejido emocional que conecta con otras áreas de mi vida y con lo que yo era en ese momento. Consumía mucha tristeza para poder representar, precisamente, la devastación que envolvía a mi personaje«, relata el actor sobre una obra donde la belleza y la humillación, la barbarie y la esperanza, coexistían de forma compleja y contradictoria, pero siempre interconectada, y donde la música, que en tiempos de paz es celebrada y apreciada, se convertía en un acto de resistencia y una forma de reafirmar la humanidad en medio de un mundo que ya no parece tener lugar para ella. «Me encanta ‘The Brutalist’ y me fascina lo que hizo Roman Polanski, una película tan bellamente hecha y contada… Adoro ‘El pianista’, pero, simplemente, sigue siendo muy difícil para mí«
Y aunque la conexión entre la obra de Polanski y Brady Corbet se preste a una comparativa más o menos directa, Adrien Brody traza una barrera entre ambos trabajos: «Es un personaje diferente y es un viaje completamente distinto«, aclara. «En ‘El pianista’, los horrores de la guerra estaban muy presentes y mi personaje los vivía de primera mano, mientras que ‘The Brutalist’ aborda los traumas persistentes y el impacto psicológico de haber sobrevivido a esos traumas específicos. László Tóth es un hombre que los está procesando e intenta avanzar y resarcirse a través de su capacidad artística, tratando de huir del sentido de opresión y antisemitismo que aún persiste».
Y es precisamente en el contraste entre ‘El Pianista’ y ‘The Brutalist’ donde se encuentra la verdadera historia de Adrien Brody, un actor que, lejos de ser víctima de la fama efímera, ha sido un superviviente del sistema, un actor que, aferrado a las segundas oportunidades, ha preferido la sombra a la luz artificial: «Cuando terminen los viajes, la gira de promoción y la temporada de premios, quiero colarme en una sala de cine y ver ‘The Brutalist’ con público y en 70 milímetros«, nos adelanta. «Lo haré».
Se perdió una mañana de instituto para ver el final de ‘Perdidos’ y, aunque la leyenda cuenta que está en FOTOGRAMAS por sus tortillas de patata, la realidad es que lleva en la revista desde 2016 como “el chico de los vídeos”. Graduado en Periodismo y Comunicación Audiovisual por la Universidad Carlos III de Madrid, un día se cansó de vivir entre muggles y, antes de que ‘Cinema Paradiso’ y ‘El espíritu de la colmena’ despertaran su fascinación por el séptimo arte, decidió (no) crecer imaginando su infancia entre hobbits y jedis. Vive enamorado de Emma Watson y Michael Scott, y está convencido de que su cima en la vida ha sido, es y será decirle a Viggo Mortensen en un ascensor que todavía guarda una figura de acción de Aragorn.