
Yo lo sospechaba pero Ricky Gil, que conoce el paño, lo confirma tajantemente: “Los músicos se dividen entre los que solo salen de casa cuando tocan ellos y los que, además, forman parte del público en general, conscientes de que cada noche puede deparar una sorpresa”. Yo lo ampliaría aún más: los que nunca compran discos y los que buscan afanosamente nuevos (o viejos) sonidos.
No hace falta explicar dónde se coloca Ricky Gil. Su ¿Quién toca esta noche? (Sílex Ediciones), subtitulado Una historia del rock en 64 (+1) conciertos, es un autorretrato que contiene una fotografía generacional. Y no me refiero exclusivamente a su militancia en el movimiento mod (Brighton 64, Los Brigatones, Matamala). Los recuerdos emocionales de Ricky abarcan, quizás por influencia de sus padres, a cantautores como Paco Ibáñez, Lluis Llach o Jaume Sisa.
Y luego está la vocación viajera, incluyendo su año en Marsella, o siguiendo la estela de su hermana, la actriz Ariadna. En Brasil, con parada en Salvador de Bahía, disfruta de Ivette Sangalo, Timbalada o Olodum, mientras comprueba la antipatía de muchos baianos por un Carlinhos Brown subido en el dólar. Siempre con los oídos bien alerta: acude en Estocolmo al concierto de un desconocido, un oso llamado Ebbot Lundberg, y reconoce enseguida que su Calling from heaven es una versión suntuosa del Cerca de las estrellas, de Los Pekenikes (el video oficial incluso referencia a los creadores).
Agrada constatar que Ricky, seguramente definible en términos políticos como catalanista, no tiene fobia ante la llamada Movida madrileña: aplica su cariñosa lupa a Nacha Pop o Parálisis Permanente; no es casual que Matamala hiciera una versión espídica de Para ti, el poema-himno de El Zurdo. Carece de antiparras: describe la ruina física de figura tan esencial como el renovador de la rumba Gato Pérez o la decadencia profesional de su idolatrado Mose Allison, al que pilla en un local neoyorquino, donde renuncia a cantar y toca el piano sin amplificación.
La cronología le permite disfrutar de conciertos de los colosales pioneros de los años cincuenta, verificando la tacañería de un Chuck Berry o el enigma de Jerry Lee Lewis, que parece estar “momificado” en camerinos, pero que en el escenario causa un terremoto, aunque el concierto no pase de 29 minutos. Descubre también que algunos grupos crean subculturas: un concierto de Grateful Dead aglutina la masa de los deadheads, nómadas que siguen al grupo. No perdona, sin embargo, los deslices indumentarios: “El guitarrista y cantante Bob Weir iba espantosamente vendido, con pantalones cortos de tirolés, camiseta sin mangas y botas de excursionista del Baix Montseny”.
Se iba a ver todo. O, en todo caso, a escuchar: sigue el mitificado debut barcelonés de Springsteen desde el exterior del Palacio de los Deportes (“sinceramente, a nosotros nos daba igual quién tocara aquella noche. No discriminábamos”). La demanda superaba a la oferta: desde Barcelona, se organizaban autobuses para asistir a los conciertos de los Rolling Stones en el Vicente Calderón capitalino.
Al final, adviertes que, más allá de diferencias de edad o estéticas, las de Ricky Gil son experiencias universales. Seguramente, inexplicables en tiempos de redes sociales y plataformas de streaming. Pero, como decía aquel, que nos quiten lo bailado.