
Belén Funes (Barcelona, 1984) lleva en sus genes ese éxodo de la España rural de los años 70 que echó raíces en los barrios obreros de las grandes ciudades. Del paisaje de esa periferia urbana nació su primera película, ‘La hija de un ladrón’ (2019) en la que Greta Fernández ponía cara a la precariedad, tanto la económica como la afectiva. Ahí tiene su origen también este segundo largometraje, que arranca en un pueblo de Jaén, tierra de donde se marchó su padre en busca de algo más próspero. «A los que se fueron con todo a cuestas se les bautizó como ‘tortugas’ y, hoy en día, en la cultura de lo oral, todavía se les conoce así», explica la directora.
Pero su película no habla solo de eso, ni mucho menos. Su guion es lo más parecido a un puzle de cientos de piezas diminutas que solo con mucho tesón (y en su caso un talento enorme) se consigue encajar hasta la última. Ha logrado meter el duelo por un padre y un marido, las relaciones entre madres e hijas, la crisis de la vivienda, la hermandad que forman las mujeres ante la necesidad, el retrato de un mundo agrícola que se acaba, la educación como frágil ascensor social o los sueños que legítimamente hay que acariciar, vengas de donde vengas. Y el resultado es puro cine social, deudor de los Dardenne, atravesado por una mirada genuinamente femenina. Eduard Fernández, a quien dirigió en la mencionada ‘La hija de un ladrón’, se deshizo entonces en elogios hacia ella. «La conocí cuando ejercía de meritoria en ‘Tres días con la familia’ (Mar Coll, 2009). Ya era muy buena. He rodado con directores muy experimentados que saben mucho menos que ella y me hacen sentir más perdido». Esta segunda película, que le ha llevado seis años levantar, parece confirmar lo que nos decía el actor.
Hay muchas películas que se echan a perder precisamente por intentar abarcar demasiados temas. ¿Por qué asumiste este reto?
Porque siempre creo que nunca más voy a hacer una película, así que voy con todo, cuento todo aquello de lo que quiero hablar por si no hay otra ocasión. En la escritura del guion asumimos que la película temáticamente era muy barroca y el proceso fue un desafío. Mucha gente nos advirtió precisamente de esto, pero arriesgamos y creo que algo salió. La clave fue crear una estructura de intersección, en cuyo centro estaba Delia. Es una mujer que acaba de vivir una tragedia, pero no puede hacer un duelo porque tiene que resolver un presente superhostil. En ella impactan todas esas circunstancias que están muy presentes en nuestra vida.
¿Qué idea o trama no estabas dispuesta a sacrificar en ese proceso de escritura y ordenación de temas del que hablas?
El de la vivienda porque la pérdida de tu casa es el estigma de una clase oprimida, y hacer una película sobre las precariedades en Barcelona sin que apareciera este asunto era algo que no estaba dispuesta. Quería hacer un retrato de clase y hablar también de la universidad como ese lugar soñado para determinado estrato social, como es el mío. Para mis padres que yo llegara ahí fue la alegría de su vida, es un bastión que cuando se conquista en las clases más oprimidas es muy celebrado. Mi padre se levantaba a las 5 de la mañana para ir a trabajar, mi madre a las 6, para empezar su jornada en una fábrica de pantalones, y yo estaba en mi casa pensando: «¿Yo voy a ser directora de cine? ¿En qué mundo?» Hay una reflexión sobre cómo la propia clase nos pone límites.
La cuestión de las becas
Existe otro debate sobre las escuelas de cine, todas privadas, lo que dificulta el acceso a quienes no cuentan con un presupuesto privilegiado.
Se genera algo raro y es que el relato entonces lo tiene la élite, y esta se cuenta a sí misma. En ocasiones también a los que están fuera, pero nadie es capaz de representarse a sí mismo. Yo creo que la incorporación de determinadas clases sociales a las escuelas de cine es la próxima conversación pendiente, esa que ya hemos tenido con las mujeres. Ahora es normal que queramos dirigir, hace 20 años o 25 años no. Las políticas ahora tienen que servir para que determinados estudios artísticos puedan formar parte del anhelo de una persona, pertenezca a la clase social que pertenezca.
Hay una parte de la película que retrata una forma de vida en el campo ya en vías de extinción, en lo que es casi una tendencia en los cineastas de tu generación. ¿Por qué esa vocación documental de este mundo?
En mi caso tiene una motivación un poco egoísta o ensimismada porque este proyecto empezó cuando mi familia nos contó que los pocos olivos que había dejado mi abuelo se iban a vender en favor de las fotovoltaicas. Yo pensaba de qué forma podía cerrar este libro de historia de mi familia, cómo podía poner la palabra fin a este territorio, que son los olivos, donde he pasado tanto tiempo. Y pensé que hacer una película podía ser una buena fiesta de clausura.
Lo hizo Carla Simón en ‘Alcarràs’ con la recogida del melocotón…
Totalmente. Pensé: «Vamos a grabar estas tierras por última vez porque quizás dentro de cinco años sean un desierto de hierro». Tiene que ver con que todos los personajes allí están interpretados por agricultores de verdad. No tuvimos que enseñarles a recoger aceituna, nos enseñaron ellos.
Te recreas también en las escenas donde aparecen mujeres hablando y compartiendo intimidades…
De forma un poco inconsciente la película se va vaciando de hombres y al final acaban todas solas. Yo siento que el mundo es de las mujeres, porque estoy rodeada de ellas, y quise precisamente que la protagonista fuera taxista. Es un mundo muy masculino, pero incluso ahí hay una comunidad de mujeres que sigue estando debajo de la alfombra. Mi ambición era levantarla y todas las que aparecen en pantalla son taxistas de verdad.
El peso de la película recae en tus dos protagonistas, la chilena Antonia Zegers y la debutante, Elvira Lara. ¿Qué viste en una y en otra para darles el papel?
El resultado final de esta película le debe mucho a las tres directoras de casting con las que trabajamos. Creo que sin ellas no lo habríamos conseguido. Elvira salió de un casting de 800 chicas y una de las cosas que tiene es que se parece a mí. Además, tiene una energía muy bonita, una mirada todavía de niña, pero que se está convirtiendo en la mujer que será. Era muy bonito verla y mirarla. En cuanto a Antonia Zegers tenía muchas ganas de trabajar con ella. La había visto en las películas de Pablo Larraín, Marcela Said o Dominga Sotomayor. Soy muy fan del cine chileno y me gusta la forma que tienen los actores de trabajar allí. Le envié el guion por correo, físicamente. Y dijo que sí.
Un buen ‘the end’
‘Los Tortuga’ tiene un final poderosísimo, como lo tenía ‘La hija de un ladrón’. ¿Cómo de importante es y cuánto cuesta cerrar bien una historia?
Lo de los finales es un infierno porque necesitas cerrar de una forma que sea honesta y coherente con la película que has hecho, pero que de alguna forma otorgue al espectador la posibilidad de montarse en el autobús e irse a su casa pensando en ella. O sea, hay que dar lo suficiente para que nazca la emoción, pero sin cerrar mucho porque tampoco le puedes solucionar la vida a los personajes. Este era muy difícil porque dependíamos de unas niñas que no se dieron ni cuenta de que estábamos rodando. De hecho, hubo un momento en que me entró miedo y quise escribir otro final porque era consciente de que este era nitroglicerina. Pero Alba [Bosch-Duran], la productora, me dijo: «Vas a rodar este y vas a hacerlo bien, por la cuenta que te trae». Y juro que en el momento en que estaba ocurriendo pensé: «Va a funcionar».
¿Vuelves a ver tus películas? ¿Qué ves cuando pones en tu televisión ‘La hija de un ladrón’, seis años después de hacerla?
La he vuelto a ver hace muy poco y es casualidad, porque no lo hago normalmente. La veo muy tierna, muy sentida, con mil fallos y un poco ingenua, pero muy bonita, muy sentida, la reconozco muy mía. Esa película me dio tanto… Mucho más de lo que creo que se le podía pedir.
¿Con qué ambición te planteas la próxima?
Lo que me falta como cineasta es encontrar otras formas de relacionarme sentimentalmente con las cosas que hago, para no sufrir tanto. Quiero seguir siendo exigente, pero también encontrarle el disfrute. He sufrido mucho sobre todo en el proceso de escritura. Tengo ganas de hacer películas, es lo que más me gusta. Pero también tengo ganas de desvincularlo de la palabra sufrimiento. Espero conseguirlo.
Generación simón
Formas parte de una generación de cineastas formadas en la ESCAC a la que pertenecen Carla Simón, Pilar Palomero, Clara Roquet, Elena Martín… ¿Cómo os influía unas a otras?
Estamos muy contentas y orgullosas de haber establecido entre nosotras una relación de colaboración. Vivimos en una época en la que todo el mundo compite todo el rato y nosotras tomamos una decisión muy sabia de no hacerlo. Ya nos enfrentarían los demás. Nos hemos convertido en amigas y me da mucho orgullo formar parte de la vida personal de ellas, pero también de la cinematográfica, poder leer sus guiones, consultarnos… El Oso de Oro de Carla lo vivimos todas llorando como si nos lo hubieran dado a nosotras. Es muy bonito que una amiga tuya consiga algo histórico. Para mí es un referente máximo.
¿Qué crees que os define como cineastas?
Creo que el trabajo que hacemos está muy marcado por el ejercicio de intimidad que siempre tiene que ver con lo político. Hacemos cine desde una pregunta muy personal: «¿De qué quiero hablar?» En las películas de todas hay una ambición de querer pronunciarse acerca de algo. Clara [Roquet] habla mucho de clase; en el caso de Elena Martín está el cuerpo, la sexualidad y la feminidad; Carla [Simón] es la familia, y Pilar [Palomero] es cómo los niños se configuran y acaban siendo los adultos que son. Siempre hay un universo en el que se atraviesa lo político con lo íntimo. Siento que ahí está la gracia de esta generación.
Ese círculo podría ampliarse con cineastas europeas como Alice Rohrwacher, Céline Sciamma, Mia Hansen-Løve…
También Laura Carreira y otras. Existe una comunidad de mujeres dirigiendo que nos vamos encontrando por los festivales y es bonito pensar en que hay una especie de Internacional. Hay mucha gente intentando hablar del presente desde sus territorios, de algo que es absolutamente único, pero a la vez puedo entender perfectamente porque es muy universal.
¿Qué le debéis a cineastas de una generación anterior como Isabel Coixet, Jane Campion, Andrea Arnold o Kelly Reichardt?
Todo. Que tuvieran la idea de dirigir, que hicieran películas preciosas, que se convirtieran en nuestros referentes. Les tenemos que agradecer la valentía, pero sobre todo que hayan hecho cine tan bueno. A mí no me gustan las películas de Kelly Reichardt porque sea mujer, me gustan porque creo que son buenísimas.
¿Compartes la máxima de Costa-Gavras de que todo cine es político?
Profundamente y de hecho creo que el cine que pretende no serlo es el más político que hay. No hay posicionamiento político más fuerte que una película aparentemente blanca en lo político. Utilizamos la etiqueta de cine social, pero cine social es todo lo que hable de la sociedad en la que vivimos, y a poco que empieces a pensar, te vas a dar cuenta de que hay un montón de cosas que no funcionan. De ahí sale esa ambición de hacer el cine político, que no propagandístico. Para mí lo interesante es cómo lo político impacta a los ciudadanos.
Trabajaste durante años como meritoria en películas como ‘Tengo ganas de ti’, ‘[•REC]’, ‘El niño’ y otras muchas. ¿De qué te sirvió esta experiencia?
Haciendo películas he entendido las cosas que no quiero hacer, las formas en las que no quiero tratar a mi equipo. Hay una serie de verticalidades y jerarquías que no me interesan lo más mínimo. En mi primera película conocí a Mar Coll, que es la cineasta que más nos ha influenciado a las directoras catalanas. Es muy probable que si no la hubiera conocido, no me hubiera acabado dedicando a esto. Fue fundamental también trabajar con Liliana Torres, Nelly Reguera o Elena Trapé. Ellas me dieron todo, me dieron las ganas de hacer cine.
Laura es crítica de cine y periodista cultural. La primera vez que fue al cine vio ‘E.T. el extraterrestre’, y eso no se olvida nunca. Ha escrito sobre teatro, música, arte, fotografía, arquitectura y gastronomía en ‘Elle’ y ‘Harper’s Bazaar’. En ‘Fotogramas’ se especializa en lo que podríamos llamar ‘cine de autor’, aunque toca todos los palos.
Estudió Periodismo en la Universidad Complutense de Madrid y se especializó en el conflicto en Irlanda del Norte en la Queen University of Belfast. Lo que le llevó a verse ‘Agenda Oculta’ (Ken Loach, 1990), ‘En el nombre del padre’ (Jim Sheridan, 1997), ‘Bloody Sunday’ (Paul Greengrass, 2002) y todas las películas que tuvieran que ver con el IRA.
Viajó a Cuba para estudiar en la EICTV (Escuela Internacional de Cine y Televisión) de San Antonio de los Baños, donde vio mucho cine latinoamericano y bebió demasiados mojitos. También rodó un documental en la isla lleno de personajes maravillosos. Uno de sus primeros trabajos fue en el canal de televisión ‘Cineclassics’, donde coescribió el documental ‘El cine durante la Guerra Civil Española’.
Adora ‘El imperio del sol’ (Steven Spielberg, 1987), ‘Drácula de Bram Stoker’ (Francis Ford Coppola, 1992), ‘Thelma & Louise’ (Ridley Scott, 1992) y ‘La edad de la inocencia’ (Martin Scorsese, 1993). Pero, en general, siente predilección por las películas pequeñas que cuentan historias en las que nadie se fijaría si se las cruzara por la calle. Le gusta ese cine que vive más allá de los márgenes del entretenimiento.
Ha coescrito el libro ‘Cine y Moda’ (Ed. Pigmalion Edypro) y a lo largo de su carrera ha entrevistado a intérpretes y cineastas como Helen Mirren, Al Pacino, Jessica Chastain, Isabelle Huppert, Juliette Binoche, Julianne Moore, Hirokazu Koreeda, Sam Mendes, Jonathan Glazer, Margot Robbie, Ryan Gosling, Jude Law o Hugh Jackman.