
Existen diversas maneras de situar ‘Romería’ en el corpus cinematográfico de Carla Simón. Desde el propio entorno de la película se apunta a la idea de una trilogía autobiográfica, que empezó con ‘Estiu 1993’ –donde Simón rememoró la construcción de una familia adoptiva tras la muerte de su madre–, continuó con ‘Alcarrás’ –un acercamiento a la vida agrícola del clan materno–, y que ahora se cierra con el estudio de la familia paterna de la cineasta. Sin embargo, también es posible entender ‘Romería’ como la segunda parte de un díptico alegórico que se inició con el magnífico cortometraje ‘Carta a mi madre para mi hijo’, en el que Simón, sin dejar de meditar sobre su pasado familiar, trascendía el lenguaje realista para situar su cine en un punto intermedio entre el documento personal, el ensayo fílmico y la ficción histórica. En el caso de ‘Romería’, estamos ante una obra puramente ficcional, pero el deseo que expresó la cineasta de resquebrajar las fronteras del verismo vuelve a latir con fuerza en una obra que deambula entre la crónica y la fábula, entre el testimonio y la evocación, entre la observación y la imaginación.
‘Romería’ transita entre dos tiempos históricos. En primer lugar, el film nos sitúa en el verano de 2014, cuando Marina (Llúcia Garcia), el alter ego de Simón, visita Vigo con la intención de conseguir un documento notarial que certifique su vinculación a una figura paterna. Más allá de esta excusa administrativa –Marina afirma que necesita el documento para solicitar una beca para sus estudios cinematográficos–, la película muestra el acercamiento de la protagonista a su familia paterna, un proceso que se verá obstaculizado por barreras de temperamento y clase social. Intentando esquivar todo moralismo, pero sin ocultar una ola de desencanto, ‘Romería’ muestra, desde la perspectiva de Marina, la cara más hosca y materialista de un mundo burgués dominado por el peso de las apariencias (un retrato amargo que se ve equilibrado por las bocanadas de afecto y vulnerabilidad que emanan del personaje de Iago, un tío que cumple el rol de oveja negra de la familia y al que da vida, con mucha emoción, el cineasta Alberto Gracia).
Pero la suerte final de ‘Romería’ apenas empieza a divisarse en su primera mitad, que se estructura en torno a dos fuentes escritas. Por un lado, están los intertítulos que señalan el paso de los días y sintetizan los dilemas de Marina (“¿Quién sería si me hubiese criado con la familia de mi padre?”, “¿Llevar la misma sangre te hace de la misma familia?”). Por el otro, el film comienza a evocar las peripecias vitales de los padres de Marina, fallecidos de SIDA entre finales de los 80 y principios de los 90, a través del diario personal de la madre, que Simón construye a partir de cartas verídicas. Estos materiales ya perfilan la dialéctica central de ‘Romería’, una película que parte de una vocación verista, contenida en el diario de la madre, para después despegar hacia el subjetivismo, apuntado por los interrogantes interiores de Marina. Y es que a partir de un decisivo punto de ruptura –señalado por un trasunto del Gato de Cheshire de Lewis Carroll–, la película emprende un viaje memorístico poniendo un pie en la fábula y el otro en la idea de la proyección imaginaria (todos atesoramos recuerdos que no hemos vivido, pero que reconstruimos con los vestigios de relatos, imágenes y experiencias).
Si ‘Romería’ puede considerarse el mejor largometraje de Simón es por los pequeños milagros que afloran en su tratamiento impuro de la ficción. En términos cinéfilos, impacta ver cómo, a través de su brecha central, ‘Romería’ viaja de la oscuridad burguesa que retrató Carlos Saura en los años 60 y 70 a las andanadas quinquis de ‘Deprisa, deprisa’, que dirigió el propio cineasta oscense en 1981. También se agradece que Simón no se quede estancada en el retrato de la melancolía juvenil –el tono de la primera mitad de ‘Romería’ hace pensar en Mia Hansen-Løve– y que se atreva a confrontar cinematográficamente un pasado traumático. De hecho, la cineasta acierta al recurrir a las formas crudas y resplandecientes del cine de Philippe Garrel para representar los fogonazos post-hippies de una generación que fue liquidada por la heroína.
Con su nueva película, Simón se reivindica como una directora capaz de mantener la mirada fijada a la vez en sí misma y en el mundo circundante. Así, ‘Romería’ completa un exitoso recorrido personal y artístico, pero sobre todo demuestra el interés de la directora barcelonesa por relacionarse con el cine contemporáneo. Este diálogo se manifiesta, por ejemplo, a través de su trabajo con la directora de fotografía Hélène Louvart, colaboradora habitual de Alice Rohrwacher. Como en ‘La chimera’ –la última película de la gran cineasta italiana–, ‘Romería’ juega con tres formatos diferentes. Por un lado, está la imagen nítida con la que se traza el viaje de la protagonista, mientras que el grano analógico sirve para representar el pasado imaginado de los padres. Y luego están las imágenes procedentes de la cámara de vídeo que maneja Marina, la joven aspirante a cineasta. Es quizá en esas home movies toscas, testimonios ásperos de una mirada en construcción, donde se manifiesta con mayor claridad la curiosidad de una directora decidida a seguir haciendo camino.
Para quienes creen que el cine puede ser realista y fabulístico a la vez
Lo mejor: La impureza del conjunto.
Lo peor: El surgimiento de la poesía se hace esperar.
Ficha técnica
Dirección: Carla Simón Reparto: Llúcia Garcia Torras, Mitch y Tristán Ulloa, Celine Tyll, Miryam Gallego País: España Año: 2025 Fecha de estreno: Preestreno en el Festival de Cannes Género: Drama Guion: Carla Simón Duración: 115 min.
Sinopsis: Marina, adoptada desde muy pequeña, viaja a Vigo para encontrarse por primera vez con la familia de su padre biológico. Su llegada trae de vuelta un pasado ya enterrado. Guiada por el diario de su madre y a través de una conexión especial con su nuevo primo, Marina descubrirá las heridas familiares y podrá por fin revivir la memoria fragmentada de unos padres de los que apenas tiene recuerdos.
Manu Yáñez es periodista y crítico de cine y está especializado en cine de autor, en su acepción más amplia. De chaval, tenía las paredes de su habitación engalanadas con pósteres de ‘Star Wars: Una nueva esperanza’ de George Lucas y ‘Regreso a Howards End’ de James Ivory, mientras que hoy decora su apartamento con afiches de los festivales de Cannes y Venecia, a los que acude desde 2003. De hecho, su pasión por la crónica de festivales le cambió la vida cuando, en 2005, recibió el encargo de cubrir la Mostra italiana para la revista Fotogramas. Desde entonces, ha podido entrevistar, siempre para “La primera revista de cine”, a mitos como Clint Eastwood, Martin Scorsese, Angelina Jolie, Quentin Tarantino y Timotheé Chalamet, entre otros.
Manu es Ingeniero Industrial por la Universitat Politécnica de Catalunya, además de Máster en Estudios de Cine y doctorando en Comunicación por la Universitat Pompeu Fabra. Además de sus críticas, crónicas y entrevistas para Fotogramas, publica en El Cultural, el Diari Ara, Otros Cines Europa (escribiendo y conduciendo el podcast de la web), la revista neoyorkina Film Comment y la colombiana Kinetoscopio, entre otros medios. En 2012, publicó la antología crítica ‘La mirada americana: 50 años de Film Comment’ y ha participado en monografías sobre Claire Denis, Paul Schrader o R.W. Fassbinder, entre otros. Además de escribir, comparte su pasión cinéfila con los alumnos y alumnas de las asignaturas de Análisis Fílmico de la ESCAC, la Escuela Superior de Cine y Audiovisuales de Cataluña. Es miembro de la ACCEC (Asociación Catalana de la Crítica y la Escritura Cinematográfica) y de FIPRESCI (Federación Internacional de la Prensa Cinematográfica), y ha sido jurado en los festivales de Mar del Plata, Linz, Gijón, Sitges y el DocsBarcelona, entre otros.
En el ámbito de la crítica, sus dioses son Manny Farber, Jonathan Rosenbaum y Kent Jones. Sus directores favoritos, de entre los vivos, son Richard Linklater, Terence Davies y Apichatpong Weerasethakul, y su pudiera revivir a otros tres serían Yasujirō Ozu, John Cassavetes y Pier Paolo Pasolini. Es un culé empedernido, está enamorado de Laura desde los seis años, y es el padre de Gala y Pau.