El salvaje más truculento

El salvaje más truculento

Estaba entrevistando a Nick Cave y se me ocurrió preguntarle por aquella gira en la que llevó de telonero al estrambótico Screamin’ Jay Hawkins. ¿Fue divertido? Nick respondió lacónico:

—Sí. El primer día.

He entendido cabalmente la contestación de Cave tras leer I put a spell on you. La extraña vida de Screamin’ Jay Hawkins, libro de Steve Bergsman recién publicado por Liburuak. Una biografía donde el autor dedica buena parte del texto a rebatir los datos, gloriosamente contradictorios, que el protagonista proporcionaba sobre su trayectoria personal y profesional.

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En verdad, Hawkins no necesitaba exagerar. Su I put a spell on you es un clásico desde la grabación canónica de 1956: allí amenaza con lanzar un hechizo contra el escurridizo objeto de sus deseos, entre bramidos, carcajadas, agudos que sugieren que está al borde de la histeria. Suficiente para ganar a Screamin’ Jay Hawkins un puesto en el panteón del rock estridente pero él hizo más, mucho más: teatralizó sus espectáculos con disfraces y un atrezo que solía incluir calaveras o un ataúd. Hawkins podía presentarse como un caníbal, un guerrillero Mau Mau, un brujo del vudú o cualquier pesadilla sacada del cine de serie B. También popularizó la máquina de humo y los trucos pirotécnicos. De alguna manera, estamos ante el predecesor de artistas concienzudamente provocadores como Alice Cooper, Kiss, los Cramps o Marilyn Manson.

La propia vida de Screamin’ Jay Hawkins supera cualquier creación del guionista más fantasioso. Pero no voy a hacer spoiler del libro, que aparte merece leerse por la abundante información que ofrece sobre el llamado chitlin’ circuit, los espectáculos nostálgicos, el funcionamiento de las pequeñas discográficas, el endémico maltrato financiero a los artistas afroamericanos.

I put a spell on you le debería haber proporcionado un colchón económico: cuenta con docenas de versiones. Y algunas de ellas vendieron bastante más que la original, caso de Creedence Clearwater Revival, Alan Price, Annie Lennox o la muy celebrada de Nina Simone. Pero, en algún momento de su azarosa trayectoria, Hawkins perdió los derechos editoriales (o, más probablemente, los vendió por un plato de lentejas). Que conste que nadie se atrevió con su otra canción famosa, El blues del estreñimiento.

Sobrevivió gracias en buena parte a la devoción del público europeo. En Inglaterra inspiró a imitadores como Screamin’ Lord Sutch o The Crazy World of Arthur Brown; los Rolling Stones le contrataron para abrir algunos de sus megaconciertos y en 1979 Keith Richards aplicó su guitarra a una recreación de I put a spell on you. En Francia, fue amigote de Serge Gainsbourg y conoció a su penúltima esposa.

Le costó más conseguir reconocimiento en su propio país. Ayudó que trabajara con una vigorosa banda garajera neoyorquina, The Fuzztones, y que Jim Jarmusch le usara como actor en Mistery train (años después, también aparecería en Perdita Durango, de Alex de la Iglesia). Hubo un repunte de popularidad cuando alguien hizo la conexión obvia con Tom Waits y Screamin’ Jay Hawkins tuvo un éxito menor con su Heartattack and Vine.

¿Lecciones a extraer de su carrera? El peligro de jugar con los estereotipos raciales. Y, sobre todo, “niños, nunca vendan los derechos de autor de sus canciones”.