Hasta que la muerte nos unió

Hasta que la muerte nos unió

República Dominicana es una tierra de grandes contrastes. Sus paisajes pueden ir desde el húmedo y playero trópico, muy conocido en las cartas postales, hasta el clima templado en su Cordillera Central, donde las temperaturas pueden bajar hasta cero grados Celsius. Pero son en las realidades sociales donde los contrastes son más notables. En la República Dominicana actual todo o casi todo se encuentra fragmentado y organizado de acuerdo con una marcada segregación territorial de la gente, según sus orígenes socioeconómicos y prácticas de vida.

A grosso modo, dos Repúblicas muy distintas coexisten hoy en el mismo país. De un lado, está aquella conformada por una minoría que por herencia o porque por una excepcionalidad estadística han podido migrar de un estrato económico a otro superior, gozando y accediendo a diversos privilegios en relación al resto de la población. Del otro lado se encuentra una mayoría de dominicanos que no ha podido disfrutar de las riquezas nacionales creadas durante las tres décadas de crecimiento económico de la economía dominicana, y que nacen, crecen y se reproducen en los barrios dominicanos y en parajes rurales marginados, convertidos en zonas de sobrevivencia.

Allí donde se conjugan la precariedad de la miseria material y social, y la privación de derechos y confianza en las instituciones, se forma un explosivo cóctel de varias formas de violencia que merman la convivencia de la gente, teniendo sus habitantes muchas veces recurrir que a acciones específicas para poder financiarse al menos la esperanza (o la ilusión de ella) en mejores días, como por ejemplo el juego de lotería. En República Dominicana hoy existen alrededor de 56.000 bancas de apuestas en todo el territorio nacional (frente a 53.000 aulas en las escuelas del sistema educativo nacional).

Las dos Repúblicas conviven, y apenas se rozan, y sus miembros se cruzan en transacciones puntuales como empleadores y empleados, entre servidos y servidores, entre clases dirigentes y clases subalternas. Mientras ricos y famosos son noticia en la crónica rosa de los medios de comunicación y redes sociales, y los menos favorecidos solo aparecen en titulares en la crónica roja. Y en el medio de ambas aparecen muchos matices. Pero la realidad es que existen dos realidades muy contrastantes: desde la atención hospitalaria en el sector público (cuyas precariedades nadie las describe mejor que Juan Luis Guerra en su El Niágara en Bicicleta), donde acude una mayoría de la población, hasta las muy exclusivas clínicas privadas en Santo Domingo, Nueva York, Miami o Madrid, donde son atendidos miembros de las clases privilegiadas dominicanas del 1% más afluente de la población. En el campo educativo, los colegios bilingües para las clases privilegiadas, la matrícula de un niño puede costar 22.000 dólares el año (equivalente al ingreso promedio anual de ocho familias del decil menos pudiente de la sociedad dominicana). Casi todo en República Dominicana hoy se hace entre zona o servicios VIP y el resto, si se va a un concierto, a procurar un pasaporte, o cualquier otro trámite burocrático, o incluso el lugar donde los dominicanos exhuman a sus seres queridos, la división social entra en juego.

Rara vez las dos Repúblicas se encuentran en espacios comunes en relativa igualdad. Eso fue lo que, paradójicamente, produjo como hecho social la lamentable tragedia sucedida en las primeras horas del pasado 8 de abril en la discoteca Jet Set, en Santo Domingo, donde murieron más 200 personas al colapsar el techo de la misma durante una fiesta.

El hecho ha generado una consternación general en el país, y ha producido un fenómeno con características muy singulares. El país cuenta con un historial importante de eventos atmosféricos (huracanes y tormentas) con saldos mortíferos mayores en número de víctimas personas afectadas. Los fenómenos naturales suelen afectar esencialmente a las poblaciones más vulnerables que viven en lugares de peligro o cuyos hogares no cuentan con la suficiente protección de las aguas. Muy pocas veces se oye de personas de clase media o alta afectadas. Igual con otros eventos como el fuego que consumió en el 2005 la cárcel de Higüey (región Este del país) y donde perecieron 136 reclusos. La población carcelaria en los centros penitenciarios dominicanos pertenece en su mayoría a las clases menos favorecidas de la sociedad dominicana.

Pero el colapso del techo de la discoteca Jet Set del martes pasado enlutó familias pertenecientes a todos los estratos sociales componentes de la República Dominicana de hoy. Y eso es lo inédito del caso, y lo que pudiera también explicar que haya tenido una repercusión en todos los sectores del país, diferente a otras tragedias colectivas. La presencia de decenas de trabajadores de la propia discoteca colapsada (agentes de limpieza, de seguridad, camareras, etc.), pertenecientes a clases socioeconómicamente subalternas, hasta miembros de la acaudalada familia Grullón, principales accionistas del grupo financiero Popular, el más importante de capital privado en el país, la lista de las personas fallecidas incluyó también a exjugadores del béisbol de Grandes Ligas, así como a Rubby Pérez, uno de los artistas más sobresalientes en la historia moderna del merengue en República Dominicana y la región del Caribe, quien junto a su orquesta se presentaba esa noche en el citado centro de diversión. Una gobernadora de una provincia, un hijo de un ministro y quien también fuera hasta hace poco presidente del Senado (la tercera figura del Estado dominicano), militares y policía de alta graduación en situación de retiro, se sumaban a la lista. Pero el mayor número de las víctimas mortales y sobrevivientes del evento perteneciente a una clase media y media baja trabajadora no eran personas de notoriedad pública. La tragedia tuvo así connotaciones sociológicas muy especiales.

En el escenario cultural y artístico de la República Dominicana, la discoteca Jet Set se caracterizaba por presentar icónicas orquestas de merengue. Se encuentra ubicada en un sector de clase media y media baja de Santo Domingo (El Portal-Los Kilómetros), colindante con barriadas muy populares. Tanto por el merengue, como por el lugar, casi todos los allí presentes tenían orígenes humildes o contacto con la cultura popular dominicana. Unos, como los deportistas y miembros del espectáculo, lograron a través del deporte o sus actividades profesionales salir de las garras de la pobreza; otros eran emigrantes dominicanos en Estados Unidos que se encontraban de paso en Santo Domingo. La mayoría de los asistentes era sencillamente gente trabajadora cuyo común denominador era el merengue que irían a escuchar a través de unos de sus más populares exponentes históricos.

Los dominicanos conectaron con la tragedia de manera directa e instantánea tan pronto comenzaron a correr las imágenes en las redes. Cada clase social se relacionó con la tragedia precisamente por el mosaico representativo de la sociedad dominicana que estaba atrapado en aquellas escenas terribles de desolación y muerte. La presencia de miembros de prominentes familias de poder económico y político, atrajo de forma directa a los sectores de la cúpula de los sectores empresariales y políticos del país. La presencia en la tragedia, en particular, de Rubby Pérez y del exbeibolista Octavio Dotel, conectó con las clases populares, más allá de la gente tener alguien algún allegado o conocido directo o indirecto implicado. Todos los estratos, usualmente segregados, y solo conectados por necesidad (laboral, de tránsito en las calles, de trámites ante el mismo Estado, etc.) de repente se vincularon a la tragedia desde sus respectivos territorios, pero al unísono, atentos a los acontecimientos con gran y general estupor. El tratamiento de las autoridades dominicanas a las partes afectadas en las fases de rescate de personas y recuperación de cuerpos, esta vez no discriminó entre ricos y pobres, celebridades o personas sin perfil público. Todos fueron tratados por igual. Los medios de comunicación y las redes sociales en general también se refirieron a las partes afectadas colaborando sin los sesgos tradicionales que padece la sociedad dominicana.

Emilio Durkheim, el sociólogo francés fundador de disciplina académica, argumentaba que los eventos susceptibles de generar conmoción colectiva, como un crimen, por ejemplo, suelen jugar una función social de aprendizaje cultural de normas de convivencia (lo permitido y lo no permitido) en una determinada comunidad. Tragedias como la del Jet Set, sin dudas graban los sentimientos comunes de una nación, generando una conmoción tal que pausan las pequeñas repúblicas y ritmos que rigen las realidades de la gente en una sociedad como la dominicana, posponiendo sus diferencias y cotidianos de manera temporal.

Ahora queda preguntarse qué pasará luego que pase la conmoción inicial. Si los funerales suelen ser la vida después de la muerte, donde la sociedad entierra a sus fenecidos y retoma la vida su curso ordinario. Al momento de escribir estas líneas se comienzan a producir los primeros servicios funerales de las personas fallecidas en Jet Set. Para unas, se le rinden honores de Estado, o por méritos reconocidos por la colectividad como el caso del cantante Rubby Pérez, cuyo sepelio se ha celebrado en el Teatro Nacional, meca del arte y la cultura en República Dominicana, en presencia del propio presidente de la República y representantes de poderes públicos. Otros, los más pudientes económicamente, serán despedidos en funerales ya anunciados en cementerios privados, con la probable presencia de sectores influyentes. En paralelo, la mayoría de los fallecidos será enterrados en el dolor de sus comunidades, seguramente en cementerios municipales, de forma humilde, como sus orígenes sociales, y probablemente fuera del foco de reflectores nacionales.

Al parecer, la muerte y su dolor sincero unió a los dominicanos en una conmoción y tristeza común, compartida durante 48 horas que marcarán la vida de varias generaciones. La tragedia colectiva, al igual que cuando feligreses se congregan en una iglesia, puso a la gente en sintonía de sentimientos, especialmente de solidaridad y empatía (a pesar que, en contraste, la actual política de persecución que lleva a cabo el Estado contra inmigrantes de origen haitiano -incluido mujeres y niños- no se detuvo un instante y continuó su agitado curso autoritario).

A pesar de este momento excepcional en la historia del país, ya la vida ha comenzado a retomar su cauce ordinario. Parafraseando el célebre microcuento de Augusto Monterroso, es probable que cuando despertemos de la conmoción y el duelo, el dinosaurio de la desigualdad y la segregación social que divide a los dominicanos todavía estará ahí.